domingo, 7 de mayo de 2017

La era del pos-desarrollismo

Por Fernando Diez, arquitecto, integrante de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente.*

Aunque la expectativa general se concentra en la esperada activación de la economía y el consiguiente crecimiento del país, falta saber en qué dirección. Es decir, aún no sabemos qué clase de actividades desearíamos ver activadas.
La vaga referencia al desarrollismo de buena parte del oficialismo y la oposición como deseable orientación de la sociedad encierra no pocas incongruencias, incluso para quienes tenemos admiración y no poco respeto por la visión que encarnó el desarrollismo en los años 60 y que está inalienablemente asociada a las figuras de Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio.
Ocurre que aquel desarrollismo se afirmaba en dos presupuestos que tenían mucho sentido en los años 60, pero que no lo tienen 60 años después. El primero se corresponde con la idea de que para alcanzar una independencia económica los países debían desarrollar todas las actividades básicas consideradas estratégicas, aun al costo de pagar un precio mayor por sus productos y de postergar el desarrollo de sus propias ventajas comparativas. Se pensaba que sin esa independencia las naciones no podrían adquirir un alto estándar de vida para sus poblaciones. Sin el desarrollo conjunto del acero, la energía, la flota naviera, y cada uno de los rubros de la industria manufacturera, algo que puso en duda el impresionante desarrollo social de los países escandinavos. Era ésa una concepción centrada en la competencia entre las naciones antes que en la cooperación.

Los cambios radicales

El desarrollismo en los años 60 (y que está inalienablemente asociada a las figuras de Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio), se afirmaba en dos presupuestos que tenían mucho sentido en los años 60, pero que no lo tienen 60 años después, asegura el autor de la nota.
Una vez que la globalización potenció la especialización productiva y el intercambio de componentes que serían producidos más baratos a escala del mercado global, esa situación cambió radicalmente. Baste como ejemplo la industria del automóvil, con sus modelos globales y sus plataformas compartidas, cuyas partes provienen de los muchos países distintos de aquel donde son finalmente fabricados. La creciente complejidad técnica del mundo hace ya poco menos que imposible (incluso para superpotencias como EE.UU. y China) que un mismo país pueda desarrollar todas las tecnologías e industrias de avanzada simultáneamente. Fenómeno al que se superpone el carácter supranacional de la mayor parte de las empresas de la avanzada tecnológica, cuyas estrategias globales dependen de la demanda no de uno, sino de todos los países.
El segundo aspecto que ha cambiado respecto de los años 60 es la propia idea de que el desarrollo y el crecimiento de la economía y la producción no tendrían límite, y que en todo caso sólo dependían de la competencia internacional, de la inversión y el empeño que pusiera cada nación. Theskyisthelimit, se repetía en inglés (el cielo es el límite). Esa percepción empezó a cambiar, todavía tibiamente, en 1973 con la “crisis del petróleo”, aunque sólo se temía entonces al agotamiento de las reservas de combustible fósil, cuya energía barata había financiado el desarrollo industrial del siglo XX. Recién al culminar el siglo se hizo evidente que había un problema mayor que la obtención de aquella energía: la disipación en la atmósfera de los efectos de su utilización, cuya acumulación está produciendo el cambio climático. Sabemos ahora, contrario sensu, que el cielo es el límite, pero en la forma de un calentamiento global que deberíamos limitar a menos de 2 grados centígrados, so pena de catástrofes cuyo costo social y económico son todavía incalculables. En cuanto ese cielo y ese clima son compartidos, descubrimos que el destino de las naciones está fatalmente unido y que, por lo tanto, no puede pensarse desde su imaginada independencia.
También sabemos ahora que el desarrollo al estilo en que fue llevado adelante por las naciones que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX es insustentable, inviable. Tampoco nuestro modelo de desarrollo puede ser el de los Estados Unidos de hoy, consumiendo dos veces más energía que los países europeos. Como decíamos hace ya 10 años en este mismo espacio, el “desarrollo sustentable” es una expresión de deseos cuya fórmula práctica todavía no hemos sido capaces de escribir. Aún estamos esperando saber cuál sería el modelo del posdesarrollismo, esa dirección hacia la cual orientar los esfuerzos nacionales, que ya que no puede ser la misma que imaginaba aquel valiente desarrollismo de los años 60.

*El arquitecto Diez es hijo de un prestigioso médico santiagueño (ya fallecido), el doctor Esteban Diez, nacido en Girardet, cerca de Quimilí. 

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